sábado, 27 de octubre de 2012

El sueño de ser feliz.


Me escondo tras una ventana, apostando cual será la gota que gane esta carrera, quizás empujada por un golpe de viento o, sencillamente, por su mirada expectante, que la fulmina desde apenas diez centímetros de mi posición. Ella está a mi lado y doy gracias por ello. Desde hace más de dos años su tez blanca ha sido la sábana que me ha arropado en mis mejores sueños. Sus ojos azules, el mar en el que me he zambullido durante veinticuatro cálidos meses de verano proporcionados por sus abrazos. Y su pelo cobrizo, el boulevard repleto de hojas secas por el que hemos paseado cogidos de la mano, sonriendo, sin pensar en otra cosa que no fuese ese momento, deseando que no acabase nunca…  Efectivamente, me había caído tantas veces que no recordaba lo que era la calma, el sosiego que unos brazos ajenos pueden aportarte cuando no sabes qué camino es el tuyo. Pero entonces la encontré. Más bien ella me encontró a mí. La verdad es que no he tenido el mejor de los pasados, no me gusta pensar en el futuro y me asusta vivir el presente. Al fin y al cabo, el presente no existe. No existe y, de hecho, nunca ha existido. Me gusta decir que vivo en un pasado inmediato, con un futuro que está indeterminado: Ni por las estrellas, ni por el destino, ni por un ‘Dios’ todopoderoso. La única estela de determinación… Soy yo. Y yo elegí pasar mis tardes de invierno, otoño, primavera y verano con ella. Y yo elegí que su cara de princesa fuese lo primero que viese cada mañana. Y yo elegí dejar de conjugar mi vida en primera persona de singular, y hacerlo en primera persona del plural. Y nosotros elegimos escribir esta historia, nuestra historia.

Nunca he echado la vista atrás, pero siempre hay una primera vez. Tenía quince años cuando mi padre empezó a pegar a mi madre después de meterse una raya de coca todas las noches. Él era ludópata y cocainómano y acabó con todo el dinero de mi familia. Lo de tener unas navidades con regalos o, si me apuráis, un plato caliente en la mesa todos los días, eran para mí leyendas. Aunque aquello era lo que menos me importaba. ¿Mi madre? Me abandonó.  Los servicios sociales le quitaron la custodia a mi padre y acabé en una casa de acogida con unos padres frustrados que no habían podido tener hijos de manera biológica y cuyo único propósito no era mi bienestar, sino el que les llamase ‘mamá’ y ‘papá’. Les hice la vida imposible y pasé por catorce hogares de acogida más. Supongo que podéis deducir que yo tampoco era un alma cándida, por lo que me pasaba el día en la calle, fumando porros o metido en la cama durmiendo la mona después del colocón. Le robaba el dinero a “mi familia” para financiarme estos vicios, pero cuando cumplí los dieciocho años me fui a la puta calle, literalmente. Nadie me quería, ni yo quería a nadie. No tenía amigos, nadie en quien apoyarme. Los buenos momentos brillaban por su ausencia, por su eterna ausencia… La vida era una jodida mierda y yo era una mosca que se alimentaba como podía de ella. Pero tenía algo claro: mi deber era subsistir. Hay gente que piensa en quitarse del medio a la primera de cambio, pero yo creo que la vida es un regalo, algo envenenado muchas veces, incluso con espinas y pocos brotes verdes, pero algo que, por suerte o por desgracia, no todo el mundo ha podido disfrutar o padecer todo lo que su voluntad reclamaba. ¿Que me había quedado sin padres? Sí. ¿Que no tenía amigos, ni un puto duro?  Vale. ¿Que no tenía ninguna razón para seguir adelante? Puede ser, pero a pesar de toda esa mierda yo era mucho más fuerte de lo que los que se atrevían a juzgarme creían.

No sabía hacer nada: no había estudiado jamás, no sabía ni hacer las chapuzas de la casa… Nada. Sólo dibujar, y la verdad es que no lo hacía mal. Quieras o no, cuando no haces nada en clase tienes mucho tiempo libre para desarrollar tu creatividad en mesas, paredes… Y algún papel si se daba el caso. A parte, era algo que me hacía abstraerme de la mierda de vida que tenía y que me hacía plasmar mis sentimientos escondidos tras una fachada de tipo duro. ¿Que qué dibujaba? Rostros. Caras que reflejaban mi angustia, mi dolor, mi desesperación y mi desacuerdo con la vida. Y me creáis o no, todo esto se puede ver en un rostro, y, apurándome un poco más,  en una mirada.  Me sentaba en la acera con un lápiz, una goma y un bloc y me dedicaba a pintar con la esperanza de que alguien comprase alguno de mis dibujos, pero la gente no sabía apreciar mi arte. Más bien es que no se molestaban en parar dos tristes segundos para apartar la mente de su ajetreada vida y contemplar algo que les llamase la atención y les hiciese reflexionar durante sólo un instante.

No tenía dinero y la única manera que tuve de seguir adelante fue meterme a camello. Me sacaba lo suficiente para pagarme una habitación en el peor hostal que encontraba y para continuar con mis vicios. ¿Preocuparme por comer? ¿Para qué? Sin quererlo, seguí los pasos de mi padre y acabé enganchándome a la coca y, por consiguiente, acabándome de joder la vida. En ese punto me pregunté si de verdad existiría eso que la gente suele llamar “felicidad” o si era un cuento como esos que les contaban los padres a los niños para que se fuesen a la cama y dejasen de dar la coña con los cromos de la liga y las barbies. Lo peor de aquella situación es que era perfectamente consciente de todo lo que había sido y era mi vida en ese momento. Lo peor era que la esperanza no existía en mi vocabulario y que un ser desconsiderado me había tatuado la palabra “impotencia” en la frente. Después de estar dos largos meses en la calle, durmiendo en un cajero, colocado las veinticuatro horas del día, tuve un momento de lucidez fugaz que me llevó a levantarme y a ir a pedir ayuda. ¿A quién, si no tenía a nadie? Acudí a un centro de desintoxicación y puse todo, absolutamente todo lo que podía de mi parte para desengancharme de esa droga que estaba acabando conmigo poco a poco. Fármacos, ayuda económica, asistencia médica… pero la medicina que consiguió curarme se hacía llamar “amor”. Todos los enfermos (porque sí, si estas enganchado a esas mierdas, estás enfermo) acudíamos a hablar con la psicóloga del centro para comprobar nuestro progreso, nuestra actitud, nuestro autoestima… Y sin receta alguna esta psicóloga me administró una inyección de felicidad (sí, parece que existía) cuyo efecto me hizo replantearme mi objetivo existencial: Ella. Cambié totalmente y me preocupé de cosas de las que jamás me había preocupado, como ir más o menos “guapete”. Me pasaba las tardes leyendo en la biblioteca del barrio e incluso logré conseguir trabajo de caricaturista para una revista pequeña. Todo esto lo logré gracias a la ayuda que me proporcionó el centro y en especial a la ayuda de Amaya, mi psicóloga, mi amor. Y me atrevo a poner ese posesivo porque lo que sentíamos el uno por el otro era recíproco. Os preguntaréis que podría ver una tía tan inteligente, buena y guapa en alguien como yo, ¿no? Según ella, un afán de superación y una fuerza que jamás había visto en nadie. Amaya dejó de ser mi psicóloga profesional para pasar a ser mi amiga, mi chica, mi corazón, la protagonista de todos mis dibujos, pero con un cambio: las caras tristes habían desaparecido para dejar paso a enormes sonrisas y un ‘algo’ en los ojos que indicaba eso que sentíamos el uno por el otro: amor.

 Y ahora os hablo desde esta cálida habitación, arropado por la mirada de mi segunda oportunidad; arropado por una felicidad sin límites que he logrado ayudando a curarse a más enfermos que pasaron lo mismo que yo, y, por supuesto, gracias a la protagonista de mi cuento de hadas. Cierro mi portátil y me quedo mirándola fijamente, la sonrío y la beso.

   ¡Estás loco! – Me dice mientras emite una débil carcajada.
   ¿Sabes una cosa? Las mejores personas lo están, ¡o eso dice el dragón que nos mira desde el marco de la puerta!

      Ella se ríe sonoramente y me vuelve a iluminar con su perfecta sonrisa, mientras me vuelve a besar y se acuesta en el sofá en esta lluviosa tarde de otoño. Me quedo mirando las gotas que corren por la ventana y me siento identificado. Una gota pequeñita avanza muy poco a poco, mientras  otra grande le lleva mucha ventaja. Pero es entonces cuando un golpe de viento empuja a la pequeña y consigue que se junte con una más grande aún, ganando así la carrera. Ahora soy grande y he sabido aprovechar mi segunda oportunidad. Todos nos merecemos una, incluso la gente que ha perdido toda esperanza en ganar alguna vez su carrera personal. Esa carrera en la que nosotros somos los únicos protagonistas y nuestra meta es llegar a ser felices, a pesar de todas las caídas y golpes que recibamos durante el trascurso de ésta, porque lo más importante es no darse por vencido jamás, respirar hondo y seguir adelante.

      Todo es mucho más fácil con Amaya. Me acuesto a su lado, la abrazo y cierro los ojos, pero no intento soñar. Intento seguir despierto, porque estoy viviendo un sueño: El sueño de ser feliz.