Me escondo tras una ventana, apostando cual será la gota que gane esta
carrera, quizás empujada por un golpe de viento o, sencillamente, por su mirada
expectante, que la fulmina desde apenas diez centímetros de mi posición. Ella
está a mi lado y doy gracias por ello. Desde hace más de dos años su tez blanca
ha sido la sábana que me ha arropado en mis mejores sueños. Sus ojos azules, el
mar en el que me he zambullido durante veinticuatro cálidos meses de verano
proporcionados por sus abrazos. Y su pelo cobrizo, el boulevard repleto de
hojas secas por el que hemos paseado cogidos de la mano, sonriendo, sin pensar
en otra cosa que no fuese ese momento, deseando que no acabase nunca… Efectivamente, me había caído tantas veces
que no recordaba lo que era la calma, el sosiego que unos brazos ajenos pueden
aportarte cuando no sabes qué camino es el tuyo. Pero entonces la encontré. Más
bien ella me encontró a mí. La verdad es que no he tenido el mejor de los
pasados, no me gusta pensar en el futuro y me asusta vivir el presente. Al fin
y al cabo, el presente no existe. No existe y, de hecho, nunca ha existido. Me
gusta decir que vivo en un pasado inmediato, con un futuro que está
indeterminado: Ni por las estrellas, ni por el destino, ni por un ‘Dios’
todopoderoso. La única estela de determinación… Soy yo. Y yo elegí pasar mis
tardes de invierno, otoño, primavera y verano con ella. Y yo elegí que su cara
de princesa fuese lo primero que viese cada mañana. Y yo elegí dejar de
conjugar mi vida en primera persona de singular, y hacerlo en primera persona
del plural. Y nosotros elegimos escribir esta historia, nuestra historia.
Nunca he echado la vista atrás, pero siempre hay una primera vez. Tenía
quince años cuando mi padre empezó a pegar a mi madre después de meterse una
raya de coca todas las noches. Él era ludópata y cocainómano y acabó con todo
el dinero de mi familia. Lo de tener unas navidades con regalos o, si me
apuráis, un plato caliente en la mesa todos los días, eran para mí leyendas. Aunque
aquello era lo que menos me importaba. ¿Mi madre? Me abandonó. Los servicios sociales le quitaron la custodia
a mi padre y acabé en una casa de acogida con unos padres frustrados que no
habían podido tener hijos de manera biológica y cuyo único propósito no era mi
bienestar, sino el que les llamase ‘mamá’ y ‘papá’. Les hice la vida imposible
y pasé por catorce hogares de acogida más. Supongo que podéis deducir que yo
tampoco era un alma cándida, por lo que me pasaba el día en la calle, fumando
porros o metido en la cama durmiendo la mona después del colocón. Le robaba el
dinero a “mi familia” para financiarme estos vicios, pero cuando cumplí los
dieciocho años me fui a la puta calle, literalmente. Nadie me quería, ni yo
quería a nadie. No tenía amigos, nadie en quien apoyarme. Los buenos momentos
brillaban por su ausencia, por su eterna ausencia… La vida era una jodida
mierda y yo era una mosca que se alimentaba como podía de ella. Pero tenía algo
claro: mi deber era subsistir. Hay gente que piensa en quitarse del medio a la
primera de cambio, pero yo creo que la vida es un regalo, algo envenenado
muchas veces, incluso con espinas y pocos brotes verdes, pero algo que, por
suerte o por desgracia, no todo el mundo ha podido disfrutar o padecer todo lo
que su voluntad reclamaba. ¿Que me había quedado sin padres? Sí. ¿Que no tenía
amigos, ni un puto duro? Vale. ¿Que no
tenía ninguna razón para seguir adelante? Puede ser, pero a pesar de toda esa
mierda yo era mucho más fuerte de lo que los que se atrevían a juzgarme creían.
No sabía hacer nada: no había estudiado jamás, no sabía ni hacer las chapuzas
de la casa… Nada. Sólo dibujar, y la verdad es que no lo hacía mal. Quieras o
no, cuando no haces nada en clase tienes mucho tiempo libre para desarrollar tu
creatividad en mesas, paredes… Y algún papel si se daba el caso. A parte, era
algo que me hacía abstraerme de la mierda de vida que tenía y que me hacía
plasmar mis sentimientos escondidos tras una fachada de tipo duro. ¿Que qué
dibujaba? Rostros. Caras que reflejaban mi angustia, mi dolor, mi desesperación
y mi desacuerdo con la vida. Y me creáis o no, todo esto se puede ver en un
rostro, y, apurándome un poco más, en
una mirada. Me sentaba en la acera con
un lápiz, una goma y un bloc y me dedicaba a pintar con la esperanza de que
alguien comprase alguno de mis dibujos, pero la gente no sabía apreciar mi
arte. Más bien es que no se molestaban en parar dos tristes segundos para
apartar la mente de su ajetreada vida y contemplar algo que les llamase la
atención y les hiciese reflexionar durante sólo un instante.
No tenía dinero y la única manera que tuve de seguir adelante fue meterme a
camello. Me sacaba lo suficiente para pagarme una habitación en el peor hostal
que encontraba y para continuar con mis vicios. ¿Preocuparme por comer? ¿Para
qué? Sin quererlo, seguí los pasos de mi padre y acabé enganchándome a la coca
y, por consiguiente, acabándome de joder la vida. En ese punto me pregunté si
de verdad existiría eso que la gente suele llamar “felicidad” o si era un
cuento como esos que les contaban los padres a los niños para que se fuesen a
la cama y dejasen de dar la coña con los cromos de la liga y las barbies. Lo
peor de aquella situación es que era perfectamente consciente de todo lo que
había sido y era mi vida en ese momento. Lo peor era que la esperanza no
existía en mi vocabulario y que un ser desconsiderado me había tatuado la
palabra “impotencia” en la frente. Después de estar dos largos meses en la
calle, durmiendo en un cajero, colocado las veinticuatro horas del día, tuve un
momento de lucidez fugaz que me llevó a levantarme y a ir a pedir ayuda. ¿A
quién, si no tenía a nadie? Acudí a un centro de desintoxicación y puse todo,
absolutamente todo lo que podía de mi parte para desengancharme de esa droga
que estaba acabando conmigo poco a poco. Fármacos, ayuda económica, asistencia
médica… pero la medicina que consiguió curarme se hacía llamar “amor”. Todos
los enfermos (porque sí, si estas enganchado a esas mierdas, estás enfermo)
acudíamos a hablar con la psicóloga del centro para comprobar nuestro progreso,
nuestra actitud, nuestro autoestima… Y sin receta alguna esta psicóloga me
administró una inyección de felicidad (sí, parece que existía) cuyo efecto me
hizo replantearme mi objetivo existencial: Ella. Cambié totalmente y me
preocupé de cosas de las que jamás me había preocupado, como ir más o menos
“guapete”. Me pasaba las tardes leyendo en la biblioteca del barrio e incluso
logré conseguir trabajo de caricaturista para una revista pequeña. Todo esto lo
logré gracias a la ayuda que me proporcionó el centro y en especial a la ayuda
de Amaya, mi psicóloga, mi amor. Y me atrevo a poner ese posesivo porque lo que
sentíamos el uno por el otro era recíproco. Os preguntaréis que podría ver una
tía tan inteligente, buena y guapa en alguien como yo, ¿no? Según ella, un afán
de superación y una fuerza que jamás había visto en nadie. Amaya dejó de ser mi
psicóloga profesional para pasar a ser mi amiga, mi chica, mi corazón, la
protagonista de todos mis dibujos, pero con un cambio: las caras tristes habían
desaparecido para dejar paso a enormes sonrisas y un ‘algo’ en los ojos que
indicaba eso que sentíamos el uno por el otro: amor.
Y ahora os hablo desde esta cálida
habitación, arropado por la mirada de mi segunda oportunidad; arropado por una
felicidad sin límites que he logrado ayudando a curarse a más enfermos que
pasaron lo mismo que yo, y, por supuesto, gracias a la protagonista de mi
cuento de hadas. Cierro mi portátil y me quedo mirándola fijamente, la sonrío y
la beso.
—
¡Estás
loco! – Me dice mientras emite una débil carcajada.
—
¿Sabes
una cosa? Las mejores personas lo están, ¡o eso dice el dragón que nos mira
desde el marco de la puerta!
Ella se ríe sonoramente y me vuelve a iluminar con su perfecta sonrisa, mientras me vuelve a besar y se acuesta en el sofá en esta lluviosa tarde de otoño. Me quedo mirando las gotas que corren por la ventana y me siento identificado. Una gota pequeñita avanza muy poco a poco, mientras otra grande le lleva mucha ventaja. Pero es entonces cuando un golpe de viento empuja a la pequeña y consigue que se junte con una más grande aún, ganando así la carrera. Ahora soy grande y he sabido aprovechar mi segunda oportunidad. Todos nos merecemos una, incluso la gente que ha perdido toda esperanza en ganar alguna vez su carrera personal. Esa carrera en la que nosotros somos los únicos protagonistas y nuestra meta es llegar a ser felices, a pesar de todas las caídas y golpes que recibamos durante el trascurso de ésta, porque lo más importante es no darse por vencido jamás, respirar hondo y seguir adelante.
Ella se ríe sonoramente y me vuelve a iluminar con su perfecta sonrisa, mientras me vuelve a besar y se acuesta en el sofá en esta lluviosa tarde de otoño. Me quedo mirando las gotas que corren por la ventana y me siento identificado. Una gota pequeñita avanza muy poco a poco, mientras otra grande le lleva mucha ventaja. Pero es entonces cuando un golpe de viento empuja a la pequeña y consigue que se junte con una más grande aún, ganando así la carrera. Ahora soy grande y he sabido aprovechar mi segunda oportunidad. Todos nos merecemos una, incluso la gente que ha perdido toda esperanza en ganar alguna vez su carrera personal. Esa carrera en la que nosotros somos los únicos protagonistas y nuestra meta es llegar a ser felices, a pesar de todas las caídas y golpes que recibamos durante el trascurso de ésta, porque lo más importante es no darse por vencido jamás, respirar hondo y seguir adelante.
Todo es mucho más fácil con Amaya. Me acuesto a su
lado, la abrazo y cierro los ojos, pero no intento soñar. Intento seguir
despierto, porque estoy viviendo un sueño: El sueño de ser feliz.