sábado, 27 de octubre de 2012

El sueño de ser feliz.


Me escondo tras una ventana, apostando cual será la gota que gane esta carrera, quizás empujada por un golpe de viento o, sencillamente, por su mirada expectante, que la fulmina desde apenas diez centímetros de mi posición. Ella está a mi lado y doy gracias por ello. Desde hace más de dos años su tez blanca ha sido la sábana que me ha arropado en mis mejores sueños. Sus ojos azules, el mar en el que me he zambullido durante veinticuatro cálidos meses de verano proporcionados por sus abrazos. Y su pelo cobrizo, el boulevard repleto de hojas secas por el que hemos paseado cogidos de la mano, sonriendo, sin pensar en otra cosa que no fuese ese momento, deseando que no acabase nunca…  Efectivamente, me había caído tantas veces que no recordaba lo que era la calma, el sosiego que unos brazos ajenos pueden aportarte cuando no sabes qué camino es el tuyo. Pero entonces la encontré. Más bien ella me encontró a mí. La verdad es que no he tenido el mejor de los pasados, no me gusta pensar en el futuro y me asusta vivir el presente. Al fin y al cabo, el presente no existe. No existe y, de hecho, nunca ha existido. Me gusta decir que vivo en un pasado inmediato, con un futuro que está indeterminado: Ni por las estrellas, ni por el destino, ni por un ‘Dios’ todopoderoso. La única estela de determinación… Soy yo. Y yo elegí pasar mis tardes de invierno, otoño, primavera y verano con ella. Y yo elegí que su cara de princesa fuese lo primero que viese cada mañana. Y yo elegí dejar de conjugar mi vida en primera persona de singular, y hacerlo en primera persona del plural. Y nosotros elegimos escribir esta historia, nuestra historia.

Nunca he echado la vista atrás, pero siempre hay una primera vez. Tenía quince años cuando mi padre empezó a pegar a mi madre después de meterse una raya de coca todas las noches. Él era ludópata y cocainómano y acabó con todo el dinero de mi familia. Lo de tener unas navidades con regalos o, si me apuráis, un plato caliente en la mesa todos los días, eran para mí leyendas. Aunque aquello era lo que menos me importaba. ¿Mi madre? Me abandonó.  Los servicios sociales le quitaron la custodia a mi padre y acabé en una casa de acogida con unos padres frustrados que no habían podido tener hijos de manera biológica y cuyo único propósito no era mi bienestar, sino el que les llamase ‘mamá’ y ‘papá’. Les hice la vida imposible y pasé por catorce hogares de acogida más. Supongo que podéis deducir que yo tampoco era un alma cándida, por lo que me pasaba el día en la calle, fumando porros o metido en la cama durmiendo la mona después del colocón. Le robaba el dinero a “mi familia” para financiarme estos vicios, pero cuando cumplí los dieciocho años me fui a la puta calle, literalmente. Nadie me quería, ni yo quería a nadie. No tenía amigos, nadie en quien apoyarme. Los buenos momentos brillaban por su ausencia, por su eterna ausencia… La vida era una jodida mierda y yo era una mosca que se alimentaba como podía de ella. Pero tenía algo claro: mi deber era subsistir. Hay gente que piensa en quitarse del medio a la primera de cambio, pero yo creo que la vida es un regalo, algo envenenado muchas veces, incluso con espinas y pocos brotes verdes, pero algo que, por suerte o por desgracia, no todo el mundo ha podido disfrutar o padecer todo lo que su voluntad reclamaba. ¿Que me había quedado sin padres? Sí. ¿Que no tenía amigos, ni un puto duro?  Vale. ¿Que no tenía ninguna razón para seguir adelante? Puede ser, pero a pesar de toda esa mierda yo era mucho más fuerte de lo que los que se atrevían a juzgarme creían.

No sabía hacer nada: no había estudiado jamás, no sabía ni hacer las chapuzas de la casa… Nada. Sólo dibujar, y la verdad es que no lo hacía mal. Quieras o no, cuando no haces nada en clase tienes mucho tiempo libre para desarrollar tu creatividad en mesas, paredes… Y algún papel si se daba el caso. A parte, era algo que me hacía abstraerme de la mierda de vida que tenía y que me hacía plasmar mis sentimientos escondidos tras una fachada de tipo duro. ¿Que qué dibujaba? Rostros. Caras que reflejaban mi angustia, mi dolor, mi desesperación y mi desacuerdo con la vida. Y me creáis o no, todo esto se puede ver en un rostro, y, apurándome un poco más,  en una mirada.  Me sentaba en la acera con un lápiz, una goma y un bloc y me dedicaba a pintar con la esperanza de que alguien comprase alguno de mis dibujos, pero la gente no sabía apreciar mi arte. Más bien es que no se molestaban en parar dos tristes segundos para apartar la mente de su ajetreada vida y contemplar algo que les llamase la atención y les hiciese reflexionar durante sólo un instante.

No tenía dinero y la única manera que tuve de seguir adelante fue meterme a camello. Me sacaba lo suficiente para pagarme una habitación en el peor hostal que encontraba y para continuar con mis vicios. ¿Preocuparme por comer? ¿Para qué? Sin quererlo, seguí los pasos de mi padre y acabé enganchándome a la coca y, por consiguiente, acabándome de joder la vida. En ese punto me pregunté si de verdad existiría eso que la gente suele llamar “felicidad” o si era un cuento como esos que les contaban los padres a los niños para que se fuesen a la cama y dejasen de dar la coña con los cromos de la liga y las barbies. Lo peor de aquella situación es que era perfectamente consciente de todo lo que había sido y era mi vida en ese momento. Lo peor era que la esperanza no existía en mi vocabulario y que un ser desconsiderado me había tatuado la palabra “impotencia” en la frente. Después de estar dos largos meses en la calle, durmiendo en un cajero, colocado las veinticuatro horas del día, tuve un momento de lucidez fugaz que me llevó a levantarme y a ir a pedir ayuda. ¿A quién, si no tenía a nadie? Acudí a un centro de desintoxicación y puse todo, absolutamente todo lo que podía de mi parte para desengancharme de esa droga que estaba acabando conmigo poco a poco. Fármacos, ayuda económica, asistencia médica… pero la medicina que consiguió curarme se hacía llamar “amor”. Todos los enfermos (porque sí, si estas enganchado a esas mierdas, estás enfermo) acudíamos a hablar con la psicóloga del centro para comprobar nuestro progreso, nuestra actitud, nuestro autoestima… Y sin receta alguna esta psicóloga me administró una inyección de felicidad (sí, parece que existía) cuyo efecto me hizo replantearme mi objetivo existencial: Ella. Cambié totalmente y me preocupé de cosas de las que jamás me había preocupado, como ir más o menos “guapete”. Me pasaba las tardes leyendo en la biblioteca del barrio e incluso logré conseguir trabajo de caricaturista para una revista pequeña. Todo esto lo logré gracias a la ayuda que me proporcionó el centro y en especial a la ayuda de Amaya, mi psicóloga, mi amor. Y me atrevo a poner ese posesivo porque lo que sentíamos el uno por el otro era recíproco. Os preguntaréis que podría ver una tía tan inteligente, buena y guapa en alguien como yo, ¿no? Según ella, un afán de superación y una fuerza que jamás había visto en nadie. Amaya dejó de ser mi psicóloga profesional para pasar a ser mi amiga, mi chica, mi corazón, la protagonista de todos mis dibujos, pero con un cambio: las caras tristes habían desaparecido para dejar paso a enormes sonrisas y un ‘algo’ en los ojos que indicaba eso que sentíamos el uno por el otro: amor.

 Y ahora os hablo desde esta cálida habitación, arropado por la mirada de mi segunda oportunidad; arropado por una felicidad sin límites que he logrado ayudando a curarse a más enfermos que pasaron lo mismo que yo, y, por supuesto, gracias a la protagonista de mi cuento de hadas. Cierro mi portátil y me quedo mirándola fijamente, la sonrío y la beso.

   ¡Estás loco! – Me dice mientras emite una débil carcajada.
   ¿Sabes una cosa? Las mejores personas lo están, ¡o eso dice el dragón que nos mira desde el marco de la puerta!

      Ella se ríe sonoramente y me vuelve a iluminar con su perfecta sonrisa, mientras me vuelve a besar y se acuesta en el sofá en esta lluviosa tarde de otoño. Me quedo mirando las gotas que corren por la ventana y me siento identificado. Una gota pequeñita avanza muy poco a poco, mientras  otra grande le lleva mucha ventaja. Pero es entonces cuando un golpe de viento empuja a la pequeña y consigue que se junte con una más grande aún, ganando así la carrera. Ahora soy grande y he sabido aprovechar mi segunda oportunidad. Todos nos merecemos una, incluso la gente que ha perdido toda esperanza en ganar alguna vez su carrera personal. Esa carrera en la que nosotros somos los únicos protagonistas y nuestra meta es llegar a ser felices, a pesar de todas las caídas y golpes que recibamos durante el trascurso de ésta, porque lo más importante es no darse por vencido jamás, respirar hondo y seguir adelante.

      Todo es mucho más fácil con Amaya. Me acuesto a su lado, la abrazo y cierro los ojos, pero no intento soñar. Intento seguir despierto, porque estoy viviendo un sueño: El sueño de ser feliz. 

martes, 25 de octubre de 2011

Amar es el principio de la palabra amargura.

Amar es el principio de la palabra amargura.

Amor. Dicen que el amor es una sensación indefinible, indescriptible; algo incomparable con cualquier otro sentimiento. Dicen que es un escalofrío que te recorre de arriba abajo, que te deja sin respiración, que da un nuevo rumbo a tu vida, que te hiela las venas… Y el corazón. También dicen que el amor es eterno, que no se acaba, que no tiene fecha de caducidad… Dicen, dicen, dicen… Mientras algunas personas se recuperan de las heridas de un corazón roto, otras buscan a alguien que se lo rompa. En realidad no es lo que buscan, pero es lo que acaban encontrando.

Carolina era una de esas personas. Había tenido novios, rollos, “amigos” y esas cosas… sí, pero no había sentido nada… Hasta que conoció a Edu. Aquello le cambió la vida, y hasta un par de años después, no sabría cuánto… Le conoció un sábado por la noche, en un bar céntrico de Madrid, su ciudad. Una mirada cosió sus almas en un abrir y cerrar de ojos y tras unas cañas y unas risas, salieron a dar un paseo.

- Bueno, Carolina, me has dicho que tienes veintidós años, ¿no?

- Carol, llámame Carol. Sí, veintidós… ¡Tú no me has dicho tu edad! – exclamó con una sonrisa en la cara.

- Alguno más que tú, veintinueve – respondió.

Aquello sólo fue el principio. Carol se enamoró perdidamente. ¿Y él?... Iniciaron una relación y Carol aprendió el significado de la palabra “amor”.

Edu era bastante alto, pelo corto y negro y tenía unos ojos verdes que iluminaban su rostro. Era fontanero. Lo llevaba siendo desde los 18 años, cuando dejó los estudios y empezó a trabajar en el taller mecánico de su padre. Quería autonomía, así que decidió independizarse e irse a vivir al piso que tenía su fallecido abuelo en el barrio de Carabanchel. Carol era más bien tirando a bajita y delgada, y tenía una sonrisa capaz de paralizar el mundo y unos ojos de un azul capaz de competir con el mar.

Después de 3 meses de noviazgo, él le propuso irse a vivir juntos; ella, perdidamente enamorada, aceptó sin pensárselo dos veces.

Ella era feliz. Estaba terminando de estudiar Derecho, vivía con la persona a la que quería… Todo iba sobre ruedas. Él, en cambio, llegaba tarde a casa por el trabajo y apenas podían disfrutar algo de tiempo juntos. La cosa iba en serio y después de un año de convivencia, Carol se quedó embarazada. Cuando se enteraron fue la mayor alegría de su vida. ¡Un niño! Un ser pequeñito que llevase sus genes… La noticia les sorprendió muy gratamente, y con los primeros síntomas (náuseas, mareos, vómitos…), Carol tuvo que dejar de ir a la facultad. No le importaba. Lo primero era lo primero, y lo primero era su hijo.

A los nueve meses de gestación, nació el pequeño Samuel. Era tan pequeño, tan frágil y delicado… Tenía los ojos de su madre, y la misma nariz respingona de su padre. Samu, el verdadero amor de Carol, su vida.

La madre de Carol fue a ayudar a su hija los dos primeros meses porque Edu no podía permitirse el lujo de dejar su trabajo durante una temporada, pero, para él, la paternidad seguía siendo algo muy complicado: aguantar los llantos continuos del bebé, las noches en vela… Y por supuesto ni se acercaba a un biberón o a un pañal. Edu era muy machista, es verdad, pero Carol le quería. La única manera que tenía “papá” de evadirse era irse al bar con los amigos, pasar las horas muertas delante de la televisión con una cerveza en la mano. O dos, o tres… Carol tenía que encargarse a tiempo completo del pequeño Samu. No tenía tiempo para ella misma, no podía salir y hacía meses que no sabía nada de Sonia, su mejor amiga. “Mamá” creía que la dejadez de papá era algo pasajero, pero no. Todo fue a más.

¿Él ya no la quería? ¿La había querido alguna vez? Llegaba a casa a las dos de la mañana borracho y oliendo a tabaco. No era cosa de los fines de semana, no, era una rutina. Su mujer se aferraba al amor de Samu; Edu era un desconocido…

Samu cumplió un añito. ¡Estaba enorme! Todavía no había aprendido a andar, y sólo decía alguna palabra suelta: “Gugu”, “ajo”… Pero su sonrisa le transmitía a Carol todo el amor y la fuerza que necesitaba. Edu no se acordó del cumpleaños de su hijo, y esa noche ni siquiera llegó a dormir a casa. Mamá no pudo pegar ojo. El niño, que parecía tan inquieto como ella, tampoco. Ella se levantaba y cogía al pequeñín en brazos mientras le cantaba alguna nana para distraerle, miraba el reloj constantemente y le llamaba al móvil cada cinco minutos sin obtener respuesta. Pero, al fin, entró por la puerta, describiendo eses con una litrona de cerveza en la mano… Carol dejó a Samu en la cuna y fue corriendo a su encuentro.

- Edu, ¡por dios! ¿Estás bien? ¿Dónde has estado toda la noche? – Y oliéndole la ropa, preguntó - ¿Has bebido?

- ¡Quita, que estoy bien, joder! – gritó.

Ella continuó insistiendo.

- Edu, esto no puede seguir así… ¿Tienes un problema con el alcohol?

- ¡Que te quites, coño! ¡Que te he dicho que estoy bien!

Acto seguido le asestó una bofetada a la madre de su hijo y se fue al sofá. Ella se apoyó en la pared y poco a poco, mientras los ojos se le inundaban en lágrimas, fue cayendo al suelo… ¿Era cierto lo que acababa de pasar? Carol se levantó, cogió a Samu de la cuna y se metió a la cama con él, abrazándole. Rompió a llorar. No podía creer todo aquello… Estaba muy cansada, no había dormido nada, así que cerró los ojos con la esperanza de que al levantarse, todo hubiese sido una pesadilla. Pero no lo fue. Fue la primera bofetada, pero no la última. Se convirtió en el pan de cada día. Papá llegaba borracho, la insultaba y despreciaba, e incluso a veces acababa peor…

“No puede ser. Él me quiere, me quiere... Es el padre de mi hijo… Nos amamos como el primer día… Tengo que hacer algo mal para que me pegue… Es mi culpa, mi culpa…” Estas palabras se repetían una y otra vez en la mente de mamá.

Las bofetadas acabaron convirtiéndose en palizas, en moratones por todo el cuerpo, en tarros y tarros de lágrimas derramadas... La primera vez se “había caído por las escaleras”, la segunda, se “resbaló en la ducha”… Era una situación insostenible. Era consciente de que Edu no la quería. “No ama quien quiere, sino quien puede” se repetía. Mamá no tenía valor para denunciarle, para hablar con sus padres… Sólo pudo sacar fuerzas para llamar a Sonia, su mejor amiga.

- Sonia…

No pudo seguir, se echó a llorar.

- ¿Carol? ¿Qué te pasa? ¿Estás bien? Carol, ¡contesta! – fue subiendo el tono poco a poco.

- Necesito verte, Sonia. Siento muchísimo haber desaparecido así, necesito verte…

- Ahora mismo voy a buscarte y damos un paseo.

No le dio tiempo a responder. Colgó y saliendo corriendo a buscarla. Mientras, Carol abrigó a Samu, le sentó en la sillita, y bajo al portal. Sonia llegó y la abrazó con todas sus fuerzas.

A lo largo de las dos horas siguientes, le contó su infernal situación: las palizas, los desprecios… Ya no le quedaban fuerzas ni para hablar.

- Mi vida, siento tener que decirte esto así, pero o le denuncias tú, o seré yo quien lo haga.

Carol, tras la insistencia de su amiga, entró en razón. Fueron a la comisaría más cercana y tras una larga y dura declaración, una patrulla fue a buscar a papá a casa.

Mamá y Samu se mudaron a casa de los abuelos, que, al no haber sabido nada de ella desde hacía más de diez meses, no tenían ni idea de la tortura que había sufrido su hija, sintiéndose profundamente culpables. Los abuelos ayudaron a cuidar del pequeñín, y Carol, tras recuperarse tanto física como psicológicamente, retomó la carrera de Derecho. Mamá conoció el verdadero significado de la palabra amor: el amor de un hijo.

Carol fue afortunada y pudo decir ¡BASTA! a tiempo. Otras mujeres no corren la misma suerte. No hay ninguna justificación ante una situación de violencia y maltrato. Ante el maltrato, tolerancia cero.

Fin.

viernes, 22 de abril de 2011

Inconsciente felicidad.

Aquí os dejo mi nuevo cuento. Aún le faltan muchos retoques, porque lo voy a presentar a un concurso y quiero que esté perfecto, pero quiero que me deis vuestra opinión :)

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Inconsciente felicidad

Me llamo Javier, Javi para los amigos, y voy a contaros mi historia.

Yo era un niño normal, lo tenía todo: unos padres que se querían, una hermana pequeña, Lucía, a la que adoraba, unos amigos con los que salir cuando me diese la gana, y una situación económica familiar favorable. No tenía problemas y, sin embargo, nunca me paré a pensar si era feliz ni si era consciente de todo lo que tenía. Dieciséis años de inconsciente felicidad.

Pero, poco a poco, mi vida se fue difuminando, perdiendo esa nitidez. Mis padres tuvieron una fuerte discusión, quizás demasiado fuerte. Gritos y reproches resonaron en mis oídos durante más de media hora sin que ellos se diesen cuenta de que yo estaba detrás de la puerta. Nunca les había visto así, y no quería que Lucía, que aún no podía entender lo que pasaba, estuviese allí, así que me la llevé al parque. Mientras ella se columpiaba y jugaba con los demás niños de su edad, me conecté al Ipod para intentar alejarme un poco de mis pensamientos, desgraciadamente, sin resultado. Primera y última disputa. Mis padres se divorciaron al mes siguiente. Yo me fui a vivir con papá, y Lucía, de la que no pensé en separarme nunca, con mamá. Aquello fue un palo durísimo. Mis amigos lo ignoraban y se preocupaban únicamente por el fútbol y por una carrera que consistía en ligarse al mayor número de tías. Pandilla de imbéciles insensibles.

Mi entrenador me llamó la atención. Ya no me concentraba en los partidos, y además me cansaba a los 15 minutos. Algo me pasaba. Quizás estrés, no sé, así que mi padre me llevó prácticamente a rastras a hacerme unos análisis al ambulatorio. A rastras, sí. Odiaba las agujas, las tenía pánico, pero conseguí no caerme redondo. Durante esa semana yo ni me acordé de las pruebas. Estaba demasiado concentrado en los globales de la segunda evaluación, así que cuando llamaron a casa para ir a por los resultados, me sorprendí. Fui después del entrenamiento, solo, porque papá estaba trabajando. Esperé 10 minutos y entré a la consulta.

— Pasa, Javier, pasa. Pero… ¿Vienes solo? ¿Y tu padre?

— Está trabajando. Pero, bueno, ya estoy yo aquí.

— Bueno, veamos… — dijo el médico mientras abría un sobre grande y rectangular.

Sus ojos recorrieron de izquierda a derecha y de arriba a abajo cada centímetro del papel. Comprobó los resultados dos veces, y me empecé a preocupar.

— ¿Pasa algo, doctor? ¿Algo va mal?

— No, no… Bueno, tienes algo de anemia, y el número de leucocitos un poco bajo… Quizás sea una simple infección, pero necesito hablar con tu padre de inmediato.

Esa última frase me hizo retorcerme en la silla. Mi preocupación creció y no pude evitar llamar a mi padre para que viniese lo antes posible a la consulta.

— Javi, ¿quieres dejarnos solos a tu padre y a mí un momento?

— No, doctor. Si me pasa algo quiero saberlo ahora mismo. No se ande con rodeos. ¿Qué cojones me pasa? ­— apoyé los brazos sobre el escritorio.

— ¿Y esos moratones? ¿Cómo te los has hecho?

— Me di un golpe con la silla. Pero no se desvíe del tema. Dígame que me pasa ahora mismo.

— Mira, Javi, un médico nunca debe mentir a un paciente. Es posible que tengas una infección de nada, o quizás sea algo más grave. No lo sé. Tenemos que hacerte otro análisis más completo.

La palabra “grave” quedó grabada a fuego en mi cerebro. Aquella semana no fue como la anterior. Las horas pasaban lentas y pesadas, y no podía dejar de pensar en lo que me podía suceder. Estaba desganado. No quería salir, ni jugar al fútbol, casi ni comer… La espera fue eterna, pero esa vez acudí con mi padre.

— Sentaos, por favor — se oía el tic tac del reloj — He estado viendo los análisis… Y tengo una mala noticia. Javi, quiero que seas consciente de que la medicina ha progresado mucho, y que tu enfermedad no está muy avanzada… — no le dejé terminar.

— Doctor, no se ande con miramientos.

— Tienes un cáncer en la sangre, Javi. Leucemia — pronunció tras un suspiro.

El mundo se derrumbó en un instante.

— Esto explica tus moratones por golpes tontos, debido a que la sangre no coagula como debería, el cansancio constante y tu anemia. Como te he dicho, lo hemos pillado a tiempo, en fase inicial y podemos tratarlo con quimioterapia.

Acepté la situación y, por consecuencia, el tratamiento. ¿Qué iba a hacer si no? ¿Dejarme morir? ¿Con dieciséis años? No. Merecía la pena luchar.

Al día siguiente mi padre llegó a casa con un libro sobre esta enfermedad. Me lo leí en una noche y, la verdad, me tranquilizó bastante. Al oír la palabra “cáncer” me asusté muchísimo, para qué negarlo. Para mí, cáncer era sinónimo de muerte, pero no todos los cánceres son mortales; depende de la fase en la que se detecten, de si provocan o no metástasis y de otras razones. Aun así, tenía 16 años, y seguía siendo una situación muy dura para mí y para mi padre, por lo que le pedí que no le dijera nada a mamá ni a Lucía: las destrozaría.

Me hicieron muchas pruebas durante tres días y los médicos decidieron empezar el tratamiento cuanto antes. La sesión de quimioterapia duraba unas seis horas. Seis horas enchufado a ese gotero, tumbado en un sillón leyendo cómics y sin parar de darle vueltas a la cabeza. Me sentía solo, aislado, enfermo. ¿Por qué yo? Tras dos sesiones de quimio, me empecé a encontrar muy débil y el pelo se me iba cayendo poco a poco. Mi pelo… Papá me compró un pañuelo, que, la verdad, me animó bastante, haciendo que mi pudor desapareciese por completo. Esa era mi situación y tenía que aceptarla. Estaba débil, muy débil, y me tuvieron que ingresar en la planta de oncología. Mi padre no se separaba de mí, noche tras noche dormía a mi lado. Me protegía y aquello me daba fuerza. Llevaba cuatro días tumbado en la cama, y me habían dicho que guardase reposo absoluto, estaba harto. Me levanté con esa bata blanca hasta las espinillas, me puse las zapatillas, y cogí el gotero. Los pasillos eran anchos, y la gente caminaba pensando en sus cosas. Daba pasitos cortos, y no me movía con mucha agilidad. Solo quería dar un paseo. Me asomé por la primera habitación, y vi a un señor de unos sesenta años. Estaba dormido, y conectado a múltiples cables que serpenteaban alrededor de su cama. Seguí andando, y paré en la segunda puerta. Espera… ¿Alguien de mi edad? No puede ser. Creía que era el único. Llamé a la puerta y entré sin preguntar.

— Hola, soy Javi, ¿cómo te llamas? — le pregunté.

Tenía una mirada radiante, iluminaba prácticamente toda la habitación. Tenía una energía vital impresionante, parecía que no estaba enfermo. El único signo que apuntaba lo contrario era el pañuelo que cubría delicadamente su cabeza.

— ¡Hola! ¡No te había visto nunca por aquí! Yo mm ldimo Lucas. — Me dijo con una amplia sonrisa.

— Yo soy Javi. Encantado. ¿Llevas mucho tiempo por aquí? Yo soy nuevo, me ingresaron hace unos días…

— Nuevo ¿eh? Yo llevo tres meses aquí. Esta habitación se ha hecho prácticamente mi casa. He pasado muchísimo tiempo entre estas cuatro paredes y, la verdad, te acabas acostumbrando.

— Pero… ¿Qué te pasa exactamente?

— Tengo leucemia, en estado intermedio, pero parece que los médicos la van controlando poco a poco. Ahora estoy mejor, pero hace unos meses estuve a punto de morir. La quimio me debilitó demasiado y casi estiro la pata. ¿Y tú?

Me sorprendió su naturalidad, esa frialdad con la que pronunció unas palabras tan duras. Él era un valiente, llevaba ya tres meses enfermo, y no había agotado sus ganas de luchar y tirar hacia delante.

— Yo también tengo leucemia, pero los médicos me la encontraron hace dos semanas en fase inicial. La quimio me dejó sin fuerzas y me ingresaron hace poco. Pensaba que era el único de nuestra edad. Porque… ¿Tu cuántos años tienes? ¿Dieciséis?

—Sí, tengo dieciséis años recién cumplidos. — señaló a la mesilla de la habitación, donde aún quedaban restos de tarta — Me sonrió. — Javi, si no te importa, estoy muy cansado, pero puedes venir cuando quieras a verme. Ya iré a hacerte una visitilla. Seremos buenos amigos.

Amigos. No sabía nada de mis amigos desde hacía mucho tiempo, y desde el primer momento me pareció que Lucas iba a ser el amigo que nunca tuve.

Pasaron los días, y Lucas y yo estábamos prácticamente siempre juntos. Las sesiones de quimioterapia nos las dábamos a la vez, y gracias a eso, se nos pasaban volando. Dejé de tenerle miedo a las agujas, es más, me sentía afortunado si solo me pinchaban una o dos veces al día, ¡qué remedio! Nos contamos nuestra vida entera. Lucas era de una familia más bien humilde. Eran tres hermanos y él era el pequeño. Era la persona más optimista que había conocido nunca. Lo tenía todo en su contra, pero siempre encontraba algo por lo que poder sonreír. Con el tiempo, Lucas se convirtió en mi mejor amigo, en mi hermano. Siempre estaba ahí: en lo bueno y en lo malo. Sus abrazos eran lo que más me reconfortaban del mundo. Una inyección de felicidad que me permitía continuar. Nuestros padres también se hicieron amigos, y mientras nosotros nos pasábamos las horas jugando a la play, ellos hablaban y hablaban. La verdad, no sé de dónde sacarían tanto tema de conversación. Estos adultos...

Un día estaba tumbado en la cama, releyendo por tercera vez mi libro favorito, “Memorias de Idhún”, cuando por la puerta entró mi madre. Lloraba, lloraba como una Magdalena. ¿Cómo se había enterado? No quería que me viese así. Su mirada inundada en lágrimas lo decía todo. Me cogió la mano con delicadeza y me dio un beso en la frente. No había palabras. Eran inútiles. Ver a mi madre después de tanto tiempo, y con todo lo que me había pasado, supuso algo increíble para mí. Mamá extendió la mano hacia la puerta de la habitación, y… No puede ser. Era Lucía.

— ¡Enana! ¿Pero qué haces tú aquí? — dije mientras una lágrima descendía por mi mejilla.

— ¡Uy, Javi! ¡Pero si estás calvito! Te he echado de menos, hermanito…

Lucía tenía tan solo cinco años, y no era consciente de lo que me pasaba y, siendo sincero, lo prefería. Mi hermana, la personita que más quería en el mundo y de la que me había separado hace unos meses, estaba otra vez a mi lado.

Mi madre y mi padre empezaron a turnarse las noches que pasaban conmigo, mientras el otro cuidaba de Lucía. Ella venía a verme los sábados por la mañana, y poco tiempo, porque los hospitales no son lugares en los que tenga que estar un niño, a no ser que, por desgracia, esté enfermo.

Mis padres empezaron a hablarse de nuevo, se reconciliaron. Parecía que las viejas cicatrices que había dejado su relación se habían curado, y aquello me hizo un poco más feliz. Papá y mamá habían vuelto, yo había encontrado a un amigo increíble, y mi estado iba mejorando con el tiempo. La vida volvía a tener sentido.

Lucas tuvo una recaída. Su estado se agravó considerablemente, y la quimioterapia dejó de ser una opción. Un trasplante de médula. Esa era la única posibilidad de salvarle. La enfermedad recorría su sangre gota a gota y yo no podía hacer nada. Estuve a su lado tres días, no me separé de él ni un solo minuto, solo para dormir. Él me había devuelto las ganas de vivir y yo tenía que devolverle ese favor. Pero no fue suficiente. Una mañana fui a verle a su habitación, y no había nadie. La cama estaba vacía. El alma se me cayó a los pies. ¿Qué le había pasado? Fui corriendo al control de enfermería, llorando, dando gritos. No hubo tiempo suficiente, no recibió la donación a tiempo. Lucas murió. No pude despedirme, no hubo más abrazos, no hubo más alegría. Acababa de perder a mi mejor amigo, acababa de perder a la persona que me subía la autoestima cada día, a la persona que me ayudó a asumir mi enfermedad y a la que nunca le faltaron las ganas de vivir. Era injusto, tremendamente injusto. Me quedé sin fuerzas. Lloré lo que jamás había llorado por nadie, pero me di cuenta de que Lucas querría que siguiese adelante.

El médico tenía buenas noticias. Me había curado. Después de dos largos meses ingresado en el hospital, lo había conseguido, había vencido a la leucemia. Me di cuenta de que estaba vivo, de que era muy afortunado por ello, y de que tenía que aprovecharlo. Lucas no había tenido esa oportunidad, y yo tenía que vivir la vida que él no pudo vivir. Volvíamos a casa. ¡Por fin! ¡De nuevo juntos! Mamá, papá, la canija de Lucía, y yo, volvíamos a vivir bajo el mismo techo. Era consciente de ello, había vuelto a nacer.

Mis “amigos” vinieron a casa a verme. Mamá se lo había contado todo, y se sentían fatal por no haber estado conmigo. Desde ese momento recuperé mi antigua vida. El instituto, del que me había separado una temporada, a mis amigos, y los entrenamientos de fútbol. Tenía unas ganas horribles de correr detrás del balón y de sentirme con fuerzas para todo, y al fin, lo había logrado.

Ahora tengo diecisiete años, y tengo una nueva vida. Sé que no habría podido recuperarme sin la ayuda de mis padres y de mi enana, pero la persona que tiene más mérito es Lucas. Gracias a él, ahora soy feliz y, lo mejor de todo, soy consciente de ello.

Álvaro Medina Sánchez.


domingo, 13 de febrero de 2011

Padre, abuelo, hermano, tío… y sobre todo persona.

Mi abuelo murió hace apenas dos semanas. Era mayor, tenía dos cánceres, y estábamos preparados para que pasase en cualquier momento, pero siempre es muy duro. No me pude despedir, así que le escribí esta carta. Te quiero Abuelo.

Padre, abuelo, hermano, tío… y sobre todo persona.

Te has ido despacio, sigilosamente, sin hacer apenas ruido. Nos has dejado solos, vacíos, carentes de toda esperanza. Parece mentira que una persona desaparezca en un instante, que entre la vida y la muerte exista un único segundo. Han sido 15 años a tu lado, con sus cosas buenas, y sus cosas malas, como todo. Nacimos tus nietos, Cristina y yo, Álvaro, más tarde tus nietos Adrián y Alicia, y mucho antes Alfonso y Nerea. Pero tu vida no siempre ha sido un camino de rosas. Perdiste a tu mujer, a tu amor, y sufriste el dolor más grande que un padre pudiese soportar: la pérdida de dos de tus hijas, Esther, y Miriám. Has vivido unos largos 87 años. Naciste en Cuenca, la vida te llevó mucho a Jaén, pero acabaste en Madrid. Más tarde el destino te llevaría a Roma, y unos años más tarde, vuelta a Madrid, momento en el que la abuela y tú decidiríais mudaros a Aranda de Duero. Creo que no he conocido a una persona más trabajadora que tú. Siempre te recordaré entre tus libros, con tus montañas de periódicos, y sentado delante del ordenador con un cigarro en la mano. Te has adaptado a la época, pasando de la máquina de escribir al ordenador. Siempre fiel a tus ideas, defendiéndolas a capa y espada, pero siempre con argumentos y desde la racionalidad, y con esa vena periodística que en parte he heredado. Me quedo con lo bueno, con todo lo que me saca una sonrisa al pensar en ti: la postura con la que siempre te sentabas en el sofá sujetando tu mochila, tu facilidad para entablar una conversación, siempre desde el respeto, cada vez que llamabas a casa de tu “doctor” y me sacabas una carcajada, tus ganas de aferrarte a la vida y de aceptar todo tratamiento aunque física y emocionalmente te agotase. El sonido de las teclas del ordenador que se oía desde el salón, tu café de después de comer, tus paseos, el gorro que tenías que ponerte en el período de quimioterapia...Todo. Has vivido todo lo que tenías que vivir, con una gran calidad de vida, y el último año, aunque haya sido un poco más duro, has aguantado como un campeón. Nos has dejado un gran vacío, abuelo, pero sé que estés donde estés, estarás bien, reuniéndote con tus hijas y tu mujer. Muchas gracias por tu experiencia, por ser tú, y creo que hablo en nombre de toda la familia y de todos tus amigos cuando digo que te echaremos de menos. Te quiero abuelo.

sábado, 12 de febrero de 2011

Primer premio concurso "Antoniorrobles". Álvaro Medina :)


Un olvido… ¿O algo más?

El curso acababa de comenzar. Laura estaba muy contenta con su nueva clase. Tenía quince años y ya cursaba cuarto de ESO. Pero este año su nivel había comenzado a bajar. Don Lorenzo había llamado a sus padres para tener una pequeña reunión y hablar sobre lo que le pasaba a su hija. La madre de la chica no podía asistir a la reunión, así que quedó con José.

La crisis afectaba a toda la población, y por desgracia, la situación económica de su casa la obligaba a trabajar nueve horas diarias por un sueldo que les permitía llegar a final de mes con dificultades. José, el padre, se veía afectado por los escasos puestos de trabajo disponibles. Llevaba cuatro meses en el paro y, aunque entregaba un par de currículos todos los días, sólo podía dedicarse a las tareas del hogar.

La reunión era el viernes a las tres, justo después de terminar las clases. Don Lorenzo estuvo esperando hasta las tres y media, pero finalmente José no asistió. Ya en casa, sentados los tres en la mesa mientras cenaban, salió la conversación:

—Papá, ¿qué tal la reunión con Don Lorenzo?

¿Qué reunión, cariño? — preguntó con cara de perplejidad.

—José, ¿no te acuerdas? Hoy habías quedado con el tutor de Laura — replicó Carmen, la madre de la preadolescente.

—¡Dios, se me había olvidado! Lo siento mucho…

Pasaron los días y los pequeños detalles iban desapareciendo de la cabeza de José. Se le olvidó la matrícula de su coche, el teléfono de su móvil… Carmen se empezó a preocupar, pero la gota que colmaría el vaso aún estaba por llegar. Su esposo salió a comprar el pan, a tomarse un café y a leer el periódico. La mañana avanzaba y no llegaba a casa a comer. Le llamó al móvil, pero se lo había dejado en casa. La incertidumbre crecía y las mujeres de la casa se abrazaban cada cinco minutos esperando que sonara el timbre de la puerta, una llamada, algo. Se oyó el teléfono:

—¿Sí? Dígame.

—Oiga, señora, la llamo desde la comisaría. Estamos con su marido, el señor José Luis Ruiz —dijo una voz desconocida al otro lado del aparato.

—Dios mío, ¿ha pasado algo?

—No es por alarmarla, señora, pero hemos encontrado al señor Ruiz desorientado a unos dos kilómetros de su vivienda.

La policía acompañó a José hasta su casa. Al llegar, Carmen y Laura le abrazaron, mientras alguna lágrima recorría sus mejillas. Él les devolvió el abrazo y, sin pronunciar palabra, se fue directamente a la cama.

—Mire, señora, yo creo que le debería llevar al médico — sugirió el policía con la gorra entre las manos desde el otro lado de la puerta —. Seguro que habrá sido un simple despiste, pero, ya sabe, más vale prevenir que curar.

—Eso haré, descuide. Muchas gracias por todo. Buenas noches.

Cerró la puerta, cogió el listín de teléfonos y llamó a su médico de cabecera. Estaba tan preocupada que le pidió que le hiciese el favor de atenderles la mañana del día siguiente. Seguidamente, llamó a su jefe y le pidió el día libre.

Y así fue. El matrimonio se vistió, desayunó en una cafetería y fue al médico. El doctor estaba algo confundido, le parecía muy raro el repentino incidente del día anterior, y no conseguía encontrar una explicación lógica, así que les pidió cita con un reputado neurólogo del Hospital Clínico San Carlos de Madrid.

El doctor Menéndez le hizo distintas pruebas y parecía no hallar un diagnóstico concreto. Finalmente, las técnicas de neuroimagen sugerían una demencia y más en concreto la de Alzheimer. Ahí estaba. Esa temida y terrible enfermedad que hace que el cerebro y el alma se vaya apagando poco a poco. La noticia la recibieron al día siguiente. José permaneció inexpresivo, pero ella, Carmen, no pudo aguantar y empezó a llorar. Desde ese día la vida de toda la familia cambió.

El día a día empezó a ser muy duro. La cabeza de familia tuvo que dejar su trabajo para cuidar a su marido y empezar a depender económicamente de sus padres. Fue una decisión difícil, pero no había alternativa. Laura apoyaba y ayudaba en todo a su madre, dejando de salir con sus amigos si era preciso. Tal vez fue la que más sacrificios tuvo que hacer. El momento más duro que vivió, ocurrió una de las mañanas que le llevó el desayuno a su padre a la cama y la preguntó:

¿Quién eres, chiquilla? ¡Qué maja! Gracias por el desayuno — le decía mientras esbozaba una sonrisa.

Su hija le dejó la bandeja y salió de la habitación llorando y dando un portazo. Esa terrible enfermedad, que va diezmando la capacidad del cerebro, hiere más a la familia que al propio enfermo. Que tu padre no te reconozca es lo más duro que un hijo podría soportar.

Fueron los dieciocho meses más largos de sus vidas. Laura no podía concentrarse en los estudios y aquello la llevó a repetir curso. Mientras la enfermedad avanzaba a pasos agigantados, su madre lloraba y rezaba en silencio todas las noches. Lo único que las aliviaba era hablar con las personas que estaban pasando por lo mismo que ellas. La Asociación de Familiares de Enfermos de Alzheimer era para ellas lo más valioso a lo que podían aferrarse. Pero una tarde fría de noviembre, José, a sus 60 años, dijo basta. Un suspiro acabó con su sufrimiento y, sobre todo, con el de su familia.

La ciencia todavía no ha encontrado una solución, una cura para una enfermedad que afecta a toda la familia, una enfermedad cruel y dura que te despoja poco a poco de tu dignidad como ser humano y de tus recuerdos más profundos e íntimos, una enfermedad que va matando muy lentamente…

Las vidas de Carmen y Laura fueron recuperando la normalidad. La madre volvió a su antiguo trabajo. La hija, con el tiempo, empezó la carrera de medicina en la Universidad Autónoma de Madrid y quiso y pudo especializarse en neurología. Se dedicó en cuerpo y alma a la investigación de la enfermedad que se llevó a su padre, y consiguió frenar en parte algunos aspectos. Escribió dos libros: uno como médico e investigadora y otro como hija de paciente. El segundo libro, en el que reflejaba todo su sufrimiento y el de su madre, tuvo muchísimo éxito. Todo el dinero que recaudó lo donó única y exclusivamente a la investigación de la enfermedad de Alzheimer y, gracias a ella, siete años más tarde se encontró una de las formas de prevenir la enfermedad, evitando así, mucho dolor y sufrimiento.

Quizás no sólo los cuentos sean para niños. Tal vez, los cuentos no sólo sean fantásticos. Además cabe la posibilidad de que de ellos se pueda extraer una realidad que vaya más allá de lo que nuestra mente pueda entender.

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Aquí esta el cuento que escribí hace aproximadamente 3 meses. Lo presente al concurso de literatura "Antoniorrobles", uno de los más prestigiosos de Madrid, sin tener la menor esperanza de poder optar al premio. Pero por sorpesa, gané el primer premio. Estoy muy orgulloso :)

Algo más que palabras.

Esta es la primera entrada de mi nuevo blog "Literatura, el arte de ordenar las palabras". Mi objetivo es colgar la gran parte de las cosas que escriba con el fin de que lo leáis y me deis vuestra sincera opinión. Espero que os guste mi manera de escribir y de plasmar mis pensamientos, pues ese esa es mi finalidad. Muchas gracias :)