viernes, 22 de abril de 2011

Inconsciente felicidad.

Aquí os dejo mi nuevo cuento. Aún le faltan muchos retoques, porque lo voy a presentar a un concurso y quiero que esté perfecto, pero quiero que me deis vuestra opinión :)

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Inconsciente felicidad

Me llamo Javier, Javi para los amigos, y voy a contaros mi historia.

Yo era un niño normal, lo tenía todo: unos padres que se querían, una hermana pequeña, Lucía, a la que adoraba, unos amigos con los que salir cuando me diese la gana, y una situación económica familiar favorable. No tenía problemas y, sin embargo, nunca me paré a pensar si era feliz ni si era consciente de todo lo que tenía. Dieciséis años de inconsciente felicidad.

Pero, poco a poco, mi vida se fue difuminando, perdiendo esa nitidez. Mis padres tuvieron una fuerte discusión, quizás demasiado fuerte. Gritos y reproches resonaron en mis oídos durante más de media hora sin que ellos se diesen cuenta de que yo estaba detrás de la puerta. Nunca les había visto así, y no quería que Lucía, que aún no podía entender lo que pasaba, estuviese allí, así que me la llevé al parque. Mientras ella se columpiaba y jugaba con los demás niños de su edad, me conecté al Ipod para intentar alejarme un poco de mis pensamientos, desgraciadamente, sin resultado. Primera y última disputa. Mis padres se divorciaron al mes siguiente. Yo me fui a vivir con papá, y Lucía, de la que no pensé en separarme nunca, con mamá. Aquello fue un palo durísimo. Mis amigos lo ignoraban y se preocupaban únicamente por el fútbol y por una carrera que consistía en ligarse al mayor número de tías. Pandilla de imbéciles insensibles.

Mi entrenador me llamó la atención. Ya no me concentraba en los partidos, y además me cansaba a los 15 minutos. Algo me pasaba. Quizás estrés, no sé, así que mi padre me llevó prácticamente a rastras a hacerme unos análisis al ambulatorio. A rastras, sí. Odiaba las agujas, las tenía pánico, pero conseguí no caerme redondo. Durante esa semana yo ni me acordé de las pruebas. Estaba demasiado concentrado en los globales de la segunda evaluación, así que cuando llamaron a casa para ir a por los resultados, me sorprendí. Fui después del entrenamiento, solo, porque papá estaba trabajando. Esperé 10 minutos y entré a la consulta.

— Pasa, Javier, pasa. Pero… ¿Vienes solo? ¿Y tu padre?

— Está trabajando. Pero, bueno, ya estoy yo aquí.

— Bueno, veamos… — dijo el médico mientras abría un sobre grande y rectangular.

Sus ojos recorrieron de izquierda a derecha y de arriba a abajo cada centímetro del papel. Comprobó los resultados dos veces, y me empecé a preocupar.

— ¿Pasa algo, doctor? ¿Algo va mal?

— No, no… Bueno, tienes algo de anemia, y el número de leucocitos un poco bajo… Quizás sea una simple infección, pero necesito hablar con tu padre de inmediato.

Esa última frase me hizo retorcerme en la silla. Mi preocupación creció y no pude evitar llamar a mi padre para que viniese lo antes posible a la consulta.

— Javi, ¿quieres dejarnos solos a tu padre y a mí un momento?

— No, doctor. Si me pasa algo quiero saberlo ahora mismo. No se ande con rodeos. ¿Qué cojones me pasa? ­— apoyé los brazos sobre el escritorio.

— ¿Y esos moratones? ¿Cómo te los has hecho?

— Me di un golpe con la silla. Pero no se desvíe del tema. Dígame que me pasa ahora mismo.

— Mira, Javi, un médico nunca debe mentir a un paciente. Es posible que tengas una infección de nada, o quizás sea algo más grave. No lo sé. Tenemos que hacerte otro análisis más completo.

La palabra “grave” quedó grabada a fuego en mi cerebro. Aquella semana no fue como la anterior. Las horas pasaban lentas y pesadas, y no podía dejar de pensar en lo que me podía suceder. Estaba desganado. No quería salir, ni jugar al fútbol, casi ni comer… La espera fue eterna, pero esa vez acudí con mi padre.

— Sentaos, por favor — se oía el tic tac del reloj — He estado viendo los análisis… Y tengo una mala noticia. Javi, quiero que seas consciente de que la medicina ha progresado mucho, y que tu enfermedad no está muy avanzada… — no le dejé terminar.

— Doctor, no se ande con miramientos.

— Tienes un cáncer en la sangre, Javi. Leucemia — pronunció tras un suspiro.

El mundo se derrumbó en un instante.

— Esto explica tus moratones por golpes tontos, debido a que la sangre no coagula como debería, el cansancio constante y tu anemia. Como te he dicho, lo hemos pillado a tiempo, en fase inicial y podemos tratarlo con quimioterapia.

Acepté la situación y, por consecuencia, el tratamiento. ¿Qué iba a hacer si no? ¿Dejarme morir? ¿Con dieciséis años? No. Merecía la pena luchar.

Al día siguiente mi padre llegó a casa con un libro sobre esta enfermedad. Me lo leí en una noche y, la verdad, me tranquilizó bastante. Al oír la palabra “cáncer” me asusté muchísimo, para qué negarlo. Para mí, cáncer era sinónimo de muerte, pero no todos los cánceres son mortales; depende de la fase en la que se detecten, de si provocan o no metástasis y de otras razones. Aun así, tenía 16 años, y seguía siendo una situación muy dura para mí y para mi padre, por lo que le pedí que no le dijera nada a mamá ni a Lucía: las destrozaría.

Me hicieron muchas pruebas durante tres días y los médicos decidieron empezar el tratamiento cuanto antes. La sesión de quimioterapia duraba unas seis horas. Seis horas enchufado a ese gotero, tumbado en un sillón leyendo cómics y sin parar de darle vueltas a la cabeza. Me sentía solo, aislado, enfermo. ¿Por qué yo? Tras dos sesiones de quimio, me empecé a encontrar muy débil y el pelo se me iba cayendo poco a poco. Mi pelo… Papá me compró un pañuelo, que, la verdad, me animó bastante, haciendo que mi pudor desapareciese por completo. Esa era mi situación y tenía que aceptarla. Estaba débil, muy débil, y me tuvieron que ingresar en la planta de oncología. Mi padre no se separaba de mí, noche tras noche dormía a mi lado. Me protegía y aquello me daba fuerza. Llevaba cuatro días tumbado en la cama, y me habían dicho que guardase reposo absoluto, estaba harto. Me levanté con esa bata blanca hasta las espinillas, me puse las zapatillas, y cogí el gotero. Los pasillos eran anchos, y la gente caminaba pensando en sus cosas. Daba pasitos cortos, y no me movía con mucha agilidad. Solo quería dar un paseo. Me asomé por la primera habitación, y vi a un señor de unos sesenta años. Estaba dormido, y conectado a múltiples cables que serpenteaban alrededor de su cama. Seguí andando, y paré en la segunda puerta. Espera… ¿Alguien de mi edad? No puede ser. Creía que era el único. Llamé a la puerta y entré sin preguntar.

— Hola, soy Javi, ¿cómo te llamas? — le pregunté.

Tenía una mirada radiante, iluminaba prácticamente toda la habitación. Tenía una energía vital impresionante, parecía que no estaba enfermo. El único signo que apuntaba lo contrario era el pañuelo que cubría delicadamente su cabeza.

— ¡Hola! ¡No te había visto nunca por aquí! Yo mm ldimo Lucas. — Me dijo con una amplia sonrisa.

— Yo soy Javi. Encantado. ¿Llevas mucho tiempo por aquí? Yo soy nuevo, me ingresaron hace unos días…

— Nuevo ¿eh? Yo llevo tres meses aquí. Esta habitación se ha hecho prácticamente mi casa. He pasado muchísimo tiempo entre estas cuatro paredes y, la verdad, te acabas acostumbrando.

— Pero… ¿Qué te pasa exactamente?

— Tengo leucemia, en estado intermedio, pero parece que los médicos la van controlando poco a poco. Ahora estoy mejor, pero hace unos meses estuve a punto de morir. La quimio me debilitó demasiado y casi estiro la pata. ¿Y tú?

Me sorprendió su naturalidad, esa frialdad con la que pronunció unas palabras tan duras. Él era un valiente, llevaba ya tres meses enfermo, y no había agotado sus ganas de luchar y tirar hacia delante.

— Yo también tengo leucemia, pero los médicos me la encontraron hace dos semanas en fase inicial. La quimio me dejó sin fuerzas y me ingresaron hace poco. Pensaba que era el único de nuestra edad. Porque… ¿Tu cuántos años tienes? ¿Dieciséis?

—Sí, tengo dieciséis años recién cumplidos. — señaló a la mesilla de la habitación, donde aún quedaban restos de tarta — Me sonrió. — Javi, si no te importa, estoy muy cansado, pero puedes venir cuando quieras a verme. Ya iré a hacerte una visitilla. Seremos buenos amigos.

Amigos. No sabía nada de mis amigos desde hacía mucho tiempo, y desde el primer momento me pareció que Lucas iba a ser el amigo que nunca tuve.

Pasaron los días, y Lucas y yo estábamos prácticamente siempre juntos. Las sesiones de quimioterapia nos las dábamos a la vez, y gracias a eso, se nos pasaban volando. Dejé de tenerle miedo a las agujas, es más, me sentía afortunado si solo me pinchaban una o dos veces al día, ¡qué remedio! Nos contamos nuestra vida entera. Lucas era de una familia más bien humilde. Eran tres hermanos y él era el pequeño. Era la persona más optimista que había conocido nunca. Lo tenía todo en su contra, pero siempre encontraba algo por lo que poder sonreír. Con el tiempo, Lucas se convirtió en mi mejor amigo, en mi hermano. Siempre estaba ahí: en lo bueno y en lo malo. Sus abrazos eran lo que más me reconfortaban del mundo. Una inyección de felicidad que me permitía continuar. Nuestros padres también se hicieron amigos, y mientras nosotros nos pasábamos las horas jugando a la play, ellos hablaban y hablaban. La verdad, no sé de dónde sacarían tanto tema de conversación. Estos adultos...

Un día estaba tumbado en la cama, releyendo por tercera vez mi libro favorito, “Memorias de Idhún”, cuando por la puerta entró mi madre. Lloraba, lloraba como una Magdalena. ¿Cómo se había enterado? No quería que me viese así. Su mirada inundada en lágrimas lo decía todo. Me cogió la mano con delicadeza y me dio un beso en la frente. No había palabras. Eran inútiles. Ver a mi madre después de tanto tiempo, y con todo lo que me había pasado, supuso algo increíble para mí. Mamá extendió la mano hacia la puerta de la habitación, y… No puede ser. Era Lucía.

— ¡Enana! ¿Pero qué haces tú aquí? — dije mientras una lágrima descendía por mi mejilla.

— ¡Uy, Javi! ¡Pero si estás calvito! Te he echado de menos, hermanito…

Lucía tenía tan solo cinco años, y no era consciente de lo que me pasaba y, siendo sincero, lo prefería. Mi hermana, la personita que más quería en el mundo y de la que me había separado hace unos meses, estaba otra vez a mi lado.

Mi madre y mi padre empezaron a turnarse las noches que pasaban conmigo, mientras el otro cuidaba de Lucía. Ella venía a verme los sábados por la mañana, y poco tiempo, porque los hospitales no son lugares en los que tenga que estar un niño, a no ser que, por desgracia, esté enfermo.

Mis padres empezaron a hablarse de nuevo, se reconciliaron. Parecía que las viejas cicatrices que había dejado su relación se habían curado, y aquello me hizo un poco más feliz. Papá y mamá habían vuelto, yo había encontrado a un amigo increíble, y mi estado iba mejorando con el tiempo. La vida volvía a tener sentido.

Lucas tuvo una recaída. Su estado se agravó considerablemente, y la quimioterapia dejó de ser una opción. Un trasplante de médula. Esa era la única posibilidad de salvarle. La enfermedad recorría su sangre gota a gota y yo no podía hacer nada. Estuve a su lado tres días, no me separé de él ni un solo minuto, solo para dormir. Él me había devuelto las ganas de vivir y yo tenía que devolverle ese favor. Pero no fue suficiente. Una mañana fui a verle a su habitación, y no había nadie. La cama estaba vacía. El alma se me cayó a los pies. ¿Qué le había pasado? Fui corriendo al control de enfermería, llorando, dando gritos. No hubo tiempo suficiente, no recibió la donación a tiempo. Lucas murió. No pude despedirme, no hubo más abrazos, no hubo más alegría. Acababa de perder a mi mejor amigo, acababa de perder a la persona que me subía la autoestima cada día, a la persona que me ayudó a asumir mi enfermedad y a la que nunca le faltaron las ganas de vivir. Era injusto, tremendamente injusto. Me quedé sin fuerzas. Lloré lo que jamás había llorado por nadie, pero me di cuenta de que Lucas querría que siguiese adelante.

El médico tenía buenas noticias. Me había curado. Después de dos largos meses ingresado en el hospital, lo había conseguido, había vencido a la leucemia. Me di cuenta de que estaba vivo, de que era muy afortunado por ello, y de que tenía que aprovecharlo. Lucas no había tenido esa oportunidad, y yo tenía que vivir la vida que él no pudo vivir. Volvíamos a casa. ¡Por fin! ¡De nuevo juntos! Mamá, papá, la canija de Lucía, y yo, volvíamos a vivir bajo el mismo techo. Era consciente de ello, había vuelto a nacer.

Mis “amigos” vinieron a casa a verme. Mamá se lo había contado todo, y se sentían fatal por no haber estado conmigo. Desde ese momento recuperé mi antigua vida. El instituto, del que me había separado una temporada, a mis amigos, y los entrenamientos de fútbol. Tenía unas ganas horribles de correr detrás del balón y de sentirme con fuerzas para todo, y al fin, lo había logrado.

Ahora tengo diecisiete años, y tengo una nueva vida. Sé que no habría podido recuperarme sin la ayuda de mis padres y de mi enana, pero la persona que tiene más mérito es Lucas. Gracias a él, ahora soy feliz y, lo mejor de todo, soy consciente de ello.

Álvaro Medina Sánchez.


8 comentarios:

  1. Tiioooooo mola muchisimo en serio... he llorado T_T uuuunnn abrazoo fueerrteee (LL)

    PD: Miauuu :P

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  2. OMG... que bonito :)
    Está genial, y cuando le des los últimos retoques estará aún mejor :D Enhorabuena ^^

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  3. Muchas gracias maría :) Ya lo subiré corregido :)

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  4. a rastrasssssssssssss xD
    me ha gustado muuuuuuusho beibe :')
    tequieroidiota:)

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  5. Me he muerto con este relato.

    Felicidades!

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