sábado, 12 de febrero de 2011

Primer premio concurso "Antoniorrobles". Álvaro Medina :)


Un olvido… ¿O algo más?

El curso acababa de comenzar. Laura estaba muy contenta con su nueva clase. Tenía quince años y ya cursaba cuarto de ESO. Pero este año su nivel había comenzado a bajar. Don Lorenzo había llamado a sus padres para tener una pequeña reunión y hablar sobre lo que le pasaba a su hija. La madre de la chica no podía asistir a la reunión, así que quedó con José.

La crisis afectaba a toda la población, y por desgracia, la situación económica de su casa la obligaba a trabajar nueve horas diarias por un sueldo que les permitía llegar a final de mes con dificultades. José, el padre, se veía afectado por los escasos puestos de trabajo disponibles. Llevaba cuatro meses en el paro y, aunque entregaba un par de currículos todos los días, sólo podía dedicarse a las tareas del hogar.

La reunión era el viernes a las tres, justo después de terminar las clases. Don Lorenzo estuvo esperando hasta las tres y media, pero finalmente José no asistió. Ya en casa, sentados los tres en la mesa mientras cenaban, salió la conversación:

—Papá, ¿qué tal la reunión con Don Lorenzo?

¿Qué reunión, cariño? — preguntó con cara de perplejidad.

—José, ¿no te acuerdas? Hoy habías quedado con el tutor de Laura — replicó Carmen, la madre de la preadolescente.

—¡Dios, se me había olvidado! Lo siento mucho…

Pasaron los días y los pequeños detalles iban desapareciendo de la cabeza de José. Se le olvidó la matrícula de su coche, el teléfono de su móvil… Carmen se empezó a preocupar, pero la gota que colmaría el vaso aún estaba por llegar. Su esposo salió a comprar el pan, a tomarse un café y a leer el periódico. La mañana avanzaba y no llegaba a casa a comer. Le llamó al móvil, pero se lo había dejado en casa. La incertidumbre crecía y las mujeres de la casa se abrazaban cada cinco minutos esperando que sonara el timbre de la puerta, una llamada, algo. Se oyó el teléfono:

—¿Sí? Dígame.

—Oiga, señora, la llamo desde la comisaría. Estamos con su marido, el señor José Luis Ruiz —dijo una voz desconocida al otro lado del aparato.

—Dios mío, ¿ha pasado algo?

—No es por alarmarla, señora, pero hemos encontrado al señor Ruiz desorientado a unos dos kilómetros de su vivienda.

La policía acompañó a José hasta su casa. Al llegar, Carmen y Laura le abrazaron, mientras alguna lágrima recorría sus mejillas. Él les devolvió el abrazo y, sin pronunciar palabra, se fue directamente a la cama.

—Mire, señora, yo creo que le debería llevar al médico — sugirió el policía con la gorra entre las manos desde el otro lado de la puerta —. Seguro que habrá sido un simple despiste, pero, ya sabe, más vale prevenir que curar.

—Eso haré, descuide. Muchas gracias por todo. Buenas noches.

Cerró la puerta, cogió el listín de teléfonos y llamó a su médico de cabecera. Estaba tan preocupada que le pidió que le hiciese el favor de atenderles la mañana del día siguiente. Seguidamente, llamó a su jefe y le pidió el día libre.

Y así fue. El matrimonio se vistió, desayunó en una cafetería y fue al médico. El doctor estaba algo confundido, le parecía muy raro el repentino incidente del día anterior, y no conseguía encontrar una explicación lógica, así que les pidió cita con un reputado neurólogo del Hospital Clínico San Carlos de Madrid.

El doctor Menéndez le hizo distintas pruebas y parecía no hallar un diagnóstico concreto. Finalmente, las técnicas de neuroimagen sugerían una demencia y más en concreto la de Alzheimer. Ahí estaba. Esa temida y terrible enfermedad que hace que el cerebro y el alma se vaya apagando poco a poco. La noticia la recibieron al día siguiente. José permaneció inexpresivo, pero ella, Carmen, no pudo aguantar y empezó a llorar. Desde ese día la vida de toda la familia cambió.

El día a día empezó a ser muy duro. La cabeza de familia tuvo que dejar su trabajo para cuidar a su marido y empezar a depender económicamente de sus padres. Fue una decisión difícil, pero no había alternativa. Laura apoyaba y ayudaba en todo a su madre, dejando de salir con sus amigos si era preciso. Tal vez fue la que más sacrificios tuvo que hacer. El momento más duro que vivió, ocurrió una de las mañanas que le llevó el desayuno a su padre a la cama y la preguntó:

¿Quién eres, chiquilla? ¡Qué maja! Gracias por el desayuno — le decía mientras esbozaba una sonrisa.

Su hija le dejó la bandeja y salió de la habitación llorando y dando un portazo. Esa terrible enfermedad, que va diezmando la capacidad del cerebro, hiere más a la familia que al propio enfermo. Que tu padre no te reconozca es lo más duro que un hijo podría soportar.

Fueron los dieciocho meses más largos de sus vidas. Laura no podía concentrarse en los estudios y aquello la llevó a repetir curso. Mientras la enfermedad avanzaba a pasos agigantados, su madre lloraba y rezaba en silencio todas las noches. Lo único que las aliviaba era hablar con las personas que estaban pasando por lo mismo que ellas. La Asociación de Familiares de Enfermos de Alzheimer era para ellas lo más valioso a lo que podían aferrarse. Pero una tarde fría de noviembre, José, a sus 60 años, dijo basta. Un suspiro acabó con su sufrimiento y, sobre todo, con el de su familia.

La ciencia todavía no ha encontrado una solución, una cura para una enfermedad que afecta a toda la familia, una enfermedad cruel y dura que te despoja poco a poco de tu dignidad como ser humano y de tus recuerdos más profundos e íntimos, una enfermedad que va matando muy lentamente…

Las vidas de Carmen y Laura fueron recuperando la normalidad. La madre volvió a su antiguo trabajo. La hija, con el tiempo, empezó la carrera de medicina en la Universidad Autónoma de Madrid y quiso y pudo especializarse en neurología. Se dedicó en cuerpo y alma a la investigación de la enfermedad que se llevó a su padre, y consiguió frenar en parte algunos aspectos. Escribió dos libros: uno como médico e investigadora y otro como hija de paciente. El segundo libro, en el que reflejaba todo su sufrimiento y el de su madre, tuvo muchísimo éxito. Todo el dinero que recaudó lo donó única y exclusivamente a la investigación de la enfermedad de Alzheimer y, gracias a ella, siete años más tarde se encontró una de las formas de prevenir la enfermedad, evitando así, mucho dolor y sufrimiento.

Quizás no sólo los cuentos sean para niños. Tal vez, los cuentos no sólo sean fantásticos. Además cabe la posibilidad de que de ellos se pueda extraer una realidad que vaya más allá de lo que nuestra mente pueda entender.

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Aquí esta el cuento que escribí hace aproximadamente 3 meses. Lo presente al concurso de literatura "Antoniorrobles", uno de los más prestigiosos de Madrid, sin tener la menor esperanza de poder optar al premio. Pero por sorpesa, gané el primer premio. Estoy muy orgulloso :)

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